El camino hasta Cabañas Mico no es solo geográfico. Es, sobre todo, un recorrido por la memoria, por las decisiones difíciles y por esas apuestas que se hacen cuando el corazón pesa más que la cuenta bancaria. En el marco de este ciclo de entrevistas de Info Cordillera, volvimos a un lugar que ya es casi una extensión de nuestras charlas: Cabañas Micó, en pleno El Bolsón, pero también en el abrazo silencioso del faldeo del cerro Piltriquitrón. Allí nos espera Roberto Miloanich. No como empresario, no como marca, sino como hombre. Como historia viva.
Roberto nació hace “unos cuantos añitos atrás”, como dice con media sonrisa, en el hospital de Mataderos. Creció en Liniers, en una familia que heredó no solo un apellido, sino también una pasión futbolera que todavía se defiende con orgullo: Vélez Sarsfield. Su infancia estuvo marcada por el movimiento constante. De chico, su padre decidió probar suerte en Unquillo, Córdoba. Fue poco tiempo, apenas un primer año escolar, antes de otro cambio decisivo: San Francisco de Córdoba, en el medio del campo, a quince kilómetros de la ciudad. Allí comenzó a gestarse, sin que él lo supiera, ese ADN emprendedor que más tarde lo llevaría a reinventarse una y otra vez.
En San Francisco, su padre se asoció en una fábrica de quesos. Trabajo duro, familia entera empujando para el mismo lado. Hasta que apareció una oportunidad: un amigo de su padre, con una empresa importante, los llevó a todos a Mar del Plata. Eran tiempos de los alfajores Gran Casino, cuando Havanna recién empezaba a asomar. Pero la historia empresarial no siempre es justa: capitales más grandes compraron la marca para eliminar competencia, y la familia Miloanich volvió a empezar, otra vez, desde Córdoba.
Ese ir y venir fue forjando carácter. Ya adolescente, Roberto vivió de cerca el que quizás fue uno de los desafíos más grandes de su padre: construir su propia fábrica de quesos, “un monstruo para la época”, como la define. Una planta modelo, levantada a pulmón, con la familia entera rompiéndose el lomo. Hasta que una empresa grande la compró. Después vendrían otras fábricas más pequeñas, la mudanza a Buenos Aires y el crecimiento comercial.
Roberto se fue a vivir solo a la capital por cuestiones comerciales. Más tarde, toda la familia se mudó también. Allí nació una distribuidora de quesos y fiambres, y luego llegaron los supermercados. Primero uno, después otro, hasta levantar uno enorme, en pleno centro porteño, cuando los mega supermercados todavía no existían. Más de mil metros de salón, otros mil de estacionamiento. Jornadas eternas, viajes diarios desde San Justo a Mataderos, trabajo sin descanso. “Laburé como un animal”, resume, sin dramatizar.
Pero no todo crecimiento es armonía. Las tensiones familiares fueron minando el proyecto común. Roberto tomó una decisión que lo marcaría para siempre: alejarse de la sociedad familiar. “Si no puedo compartir un asado, no voy a compartir un negocio”, dice, con una honestidad brutal. Perdió mucho dinero, pero ganó algo que para él era irrenunciable: calidad de vida.
El Bolsón apareció primero como un nombre repetido. Un proveedor le hablaba del lugar, de los lúpulos, del valle. Hasta que un día decidió venir con su esposa. Hace casi medio siglo. Era invierno, llovía sin parar. Pero al irse hacia el sur, el cielo se abrió y apareció el Piltriquitrón. “Esto es para venirse a vivir acá”, pensó. Amor a primera vista.
El cambio fue radical. Pasó de una vida acomodada en Buenos Aires a instalarse en una casa que había sido un gallinero, con el piso cubierto de bosta, sin agua, sin luz, sin baño. Se vino tres meses antes, con un empleado y un albañil, solo para hacerla habitable. “Era un rancho de lujo”, recuerda. Allí empezó todo.
La primera apuesta productiva fue la frutilla. Tres cuartos de hectárea, luego tres hectáreas de golpe. Sin experiencia previa, aprendiendo de otro productor que le cobraba cada charla con un tanque de nafta. Invirtió en riego por goteo cuando nadie lo hacía. Ganó un año, perdió tres. Vendió su casa de Buenos Aires en plena época de Alfonsín, a una cifra irrisoria comparada con su valor real, solo para sostener el sueño.
Mientras tanto, su esposa —profesora de Historia— daba clases y ayudaba en todo lo que podía. Los hijos eran chicos. La familia, una vez más, era el sostén.
Cabañas Mico nació casi de casualidad y de ternura. De su amor por los animales, en especial por las chinchillas. “Soy muy bichero, no soy capaz de matar un mosquito”, confiesa. Mico surge de las iniciales de los apellidos: MI de Miloanich, CO de Cornaglia, el de su compañera de vida, Susana. Ese nombre, que empezó con jaulas y sueños, terminó convirtiéndose en una marca profundamente ligada a El Bolsón.
Después llegaron los dulces, la fábrica, los viajes interminables a Buenos Aires para golpear puertas, vender, convencer. Y también las tormentas: crisis económicas, cambios de consumo, productos que dejan de venderse. “Nunca tuve resto”, dice. Todo lo que hizo fue posible gracias a poner el cuerpo, el tiempo y la garantía de la tierra.
Hoy, Roberto mira alrededor y ve a sus hijos continuando el camino. Ve nietos creciendo. Ve una localidad que también creció junto a ellos. No romantiza las dificultades: habla de camiones que antes salían ocho veces por mes y ahora apenas una. De fábricas que trabajan tres días a la semana. De un negocio “de chirolas”, como lo define sin vueltas.
Pero cuando se le pregunta si valió la pena, la respuesta está en su mirada. En la satisfacción de haber construido algo que trasciende lo económico. En el orgullo silencioso de ver a su familia seguir apostando por El Bolsón. En la certeza de que, pase lo que pase, de acá no se van.
Roberto Miloanich es eso: la historia de un hombre que eligió perder para ganar de otra manera. Que cambió certezas por raíces. Y que encontró, al pie del Piltriquitrón, no solo un lugar para vivir, sino un sentido profundo para todo lo vivido.