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25 de Junio de 2025

Adriana Baigorria: “La danza es mi forma de mostrar mi identidad, de encontrarme y decir mis orígenes”

Es Directora Artística del Instituto de Arte Nativo Ayehuén que fundó su padre hace 36 años. De origen rankulche, en Lago Rosario Doña Mercedes le dio la bienvenida a su identidad y ella con el tiempo empezó a entender que no se refería a la escuela, sino a ella misma. "El arte me permitió romper el silencio", dice, y empezó su propia construcción a través de la danza, desde donde denuncia los años de avasallamiento.

Domingo, 29 de diciembre de 2024 a las 06:00

"Orgullosamente originaria”, dice Adriana Baigorria y es que su propio proceso de recuperación de identidad ha sido un camino de toda su vida. Sabe que es rankulche, una población mapuche tehuelche del norte que huyó de la Campaña del Desierto desde Buenos Aires hacia Aluminé. Si bien parte de su historia todavía no ha sido recuperada, sabe que su abuelo se crió en una toldería: “evidentemente las cosas seguían pasando porque a muy corta edad dispara de ahí, cruza el río Limay, el río Chubut y se instala en José de San Martín donde conoce a mi abuela”. Adriana vive hoy en Esquel y su retorno hacia su identidad ha sido al ritmo de la danza: es profesora del Instituto de Arte Nativo Ayehuén, continúa el legado de su padre y ha formado generaciones de bailarines en la ciudad. Dio talleres barriales en el Municipio, en las Colonias de Vacaciones cuando incluían actividades artísticas, en las escuelas primarias y secundarias y fue Secretaria del Centro de Estudiantes Universitarios de Chubut en La Plata y en la conducción de la Facultad de Humanidades de esa ciudad: “La danza es una forma de lucha”.

 

ENTENDER EL PASADO PARA CONSTRUIR UN PRESENTE

Su abuela paterna se llamaba Ernestina Silva, su abuelo Vicente Baigorria: “tienen un montón de hijos, lo cual significaba para el patrón mano de obra barata. Ella cocinera, él capataz y los hijos peones”. La historia de su vida empieza antes, donde el intento de imponer silencio no logró vencer la memoria y el origen se convirtió en un faro que empezó a iluminar su presente y construir un futuro distinto para los que siguen.

-¿Cuándo se viene tu papá a Esquel?

- Terminó séptimo grado y mi abuelo le preguntó qué iba a hacer y él se decidió a venir a estudiar. Cuando viene a la Escuela Normal, que estaba en donde está la 112 ahora creo, lo primero que le dice la secretaria de la escuela es “no pensará venir vestido así”. Mi papá se vestía de botas, bombacha, sombrero de gaucho, de campo. Entonces mi abuelo, con mucha claridad y la templanza que tienen nuestros abuelos, le dice “no señora, quédese tranquila que sabemos cómo tenemos que venir”. Te cuento esto porque tiene que ver una historia de avasallamientos permanentes, de una práctica permanente de borrar la identidad. Mi abuela materna, Elisa Vallejo, nació acá en Languiñeo, también con muchos hermanos, pero el papá de mi abuela era un hombre de plata, tenía campos y vivían por Paso del Sapo. En algún momento sufren un terrible accidente: cruzando a caballo por el río Chubut para venir a la escuela, hay una crecida repentina y se llevó caballos, hermanos, todo. Entonces deciden venirse a vivir a Futaleufú, se crían ahí, mi abuela se casa muy jovencita y después vuelve a Futaleufú donde conoce a mi abuelo. Ella después antes de morirse contó que no quería casarse, sino que el papá la había entregado, como se hacía antes y bueno, se casa con mi abuelo y se vienen para Trevelin, nace mi mamá y mi tía Marta acá en Esquel. Mi abuela costurera, mi abuelo albañil, incluso estuvo en la construcción de La Española, de los cascos de las estancias de acá alrededor. Mi abuelo Pedro Segovia nació en la isla de Chiloé, cuando tenía ocho años cruza la frontera con su papá caminando y nunca más vuelve a ver a su mamá ni al resto de su familia. De ahí vengo, ese es mi tugun, ese es mi origen más cercano, para atrás hay más historia.

- ¿Y tus papás?

- Mi mamá y mi papá se conocen en la Escuela Normal, Dora Segovia y el Flaco, les decían. Ellos se enamoraron a los 15 años más o menos, yo tengo ahora 62 años, ellos tienen creo que como setenta años de estar juntos y se casaron porque mi papá se quería ir a estudiar a la Universidad de La Plata y quería irse con ella. Imaginate en aquellos años, “No”, Doña Elisa dijo, “ de acá no se mueve Dora”, y los mandaron a trabajar uno en una punta y el otro en otra. Mi papá en Alto Río Mayo, ahora Aldea Beleiro, y mi mamá en una estancia, como maestra. Después andan por El Maitén hasta que resuelven casarse, mi mamá 18, 19 años y mi papá 20 o 21 y se van a vivir a Alto Río Mayo donde mi papá era maestro, director, portero, viste que antes en las escuelas el director era todo. Y ahí nazco yo, en la escuela nací yo, ahí quedó enterrada mi placenta y después mis padres se van a Cerro Radal para dar clases. Ahí nace mi hermano y luego nos mandan a la escuela de Cushamen que era un internado. Ahí me crié con Martiniano Jones Huala, sin saber lo que la vida nos tenía preparado ni por qué estábamos juntos. Al tiempo mi papá gana un concurso de Director y venimos a Corcovado, así que para mí fue terrible venirme de Cushamen, me parecía que no podía respirar en otro territorio que no fuera Cushamen. Ahí participé de algunos camarucos pero como niña, cero consciente.
 

DE NACER EN LA ESCUELA, A ENSEÑAR EN LAS ESCUELAS

Las clases entonces eran de septiembre a mayo y el 25 se hacía el acto de cierre con una cueca chilena. Mario, el papá de Adriana, no entendía por qué en una escuela argentina se celebraba el 25 con una cueca chilena: “después entendí que las fronteras son hechos antojadizos y políticos que no tienen nada que ver, pero la cabeza de formador de ciudadanos le impulsó a investigar de forma autodidacta y se conecta con la Escuela Nacional de Danza. Desde allá le mandan material y empieza a estudiar la danza folclórica argentina”.
- ¿Fue tu papá el que te acercó a la danza?

- Un poco sí, en mi casa se acostumbraba después de cenar a que mi papá y mi mamá nos enseñaran a bailar folclore y tango, después me marcó mucho un maestro que fue creo que García Borgese, que se había recibido en la Escuela Nacional y ahí hay un acercamiento más intenso. Pero en mi casa se escuchaba música todos los días, ópera, música clásica, folclore, los cantantes de ese momento como Piero. O sea, una clara ideología tenía mi papá, lo cual le valió que en la época del 76 fuera perseguido acá en el sur, es como dice Red por la Identidad, acá también pasaron cosas. Mis padres tuvieron que recorrer varios lugares buscando refugio, porque eran perseguidos por su ideología de trabajo social comunitario. Cuando estuvimos en Corcovado, formaron cooperativas de trabajo, hacían compras en conjunto para reducir los precios y lo tildaban de comunista por eso. Mi historia familiar es de mucho despojo y permanente lucha, permanentemente estar atentos, no poder relajar.

- ¿En qué momento te viniste a Esquel?
- Mis padres me inscribieron en la Normal, tenían claro que me iban a dejar como herencia la formación. En mi infancia también pasé muchos años con mi abuela. Venir de una escuela del interior a una escuela como la Normal para nosotras, con mi amiga y compañera Graciela Albornoz, fue un golpe terrible porque veíamos cómo gritaban, corrían, nosotros no estábamos acostumbrados a eso, tuvimos muy buena formación en la escuela de Corcovado. Leíamos mucho, estudiábamos mucho, investigábamos mucho. Así que desde la formación educativa no tuvimos problemas, pero sí desde la adaptación social, los cambios fueron muy grandes. Al tiempo me cambiaron a la 13 y ahí me recibí de docente.

- ¿Bailabas?

- Mientras teníamos un un grupo en el que estaba mi hermano, Gladys Austin, Mónica Cachile, Mario Cachile y yo... Bueno, éramos varios compañeros de la escuela que seguíamos bailando y nos divertíamos mucho, porque terminábamos de bailar y ya estábamos involucrados en la vida ciudadana, así que nos sacábamos la pilcha de gaucho y de paisana y nos íbamos al boliche. Era una cosa así, pero desde luego no formal, siempre bailábamos en actos, en todos lados. Después termino la secundaria y pensaba tomarme unos meses de vacaciones y me dijeron que no, que ya la función de padre estaba cumplida, que tenía que irme a trabajar. Fue comiquísimo, porque vuelvo de mi viaje de egresados y digo, bueno, en marzo arranco, me toca las vacaciones y al otro día que llegué, mi papá dice, no, usted se tiene que ir a trabajar. Así que en esa época íbamos a Supervisión, nos anotaban en un cuaderno y me avisan que me iba a trabajar a Lago Futalaufquen. Así que arrollé colchón con cable, valijita en mano y comencé a trabajar. Después me fui a Epuyén y volví a hacer suplencias en la 54, la 112, estuve en Fofocahuel, Aldea Escolar, Lago Rosario. La escuela 37 era magnífica, una bellísima escuela agrotécnica, había huerta, vacas, invernáculos, lo que sucedió con esa escuela yo la verdad que al día de hoy no me lo explico. Pero bueno... Para esto veníamos con mi hermano ya los dos con una inquietud interna, si bien nos gustaba la docencia, no nos queríamos quedar acá. En aquellos años la costumbre era que terminabas quinto año, más si eras maestra, te ibas a trabajar un tiempo y te casabas, era el orden de vida. Así que con mi hermano decidimos que yo lo esperaba a él y nos íbamos a estudiar a La Plata en el año 83, época maravillosa porque fue la apertura democrática.

 

LOS PASOS EMPIEZAN A TOMAR RITMO

Adriana se encontró en Buenos Aires con la posibilidad de canalizar sus inquietudes en relación a construir prácticas colectivas, de formación política en un contexto de apertura pero donde persistía la represión. Las asambleas estudiantiles eran de mucha participación y conoció al patagónico Jaime Baskanski, un referente estudiantil sumamente movilizado con los que empezaron a recuperar los centros de estudiantes provinciales. Ahí participó en el CUCh.
- ¿Qué aprendizajes te trajo esa época?

- Nos juntábamos todos, los de Trelew, Comodoro, Esquel éramos un solo grupo nucleado en la Federación de Centros Universitarios Patagónicos. Yo estudiaba Ciencias de la Educación y mi hermano Abogacía y todos los septiembres, si mal no recuerdo, organizábamos algo que se llamaba la Semana de la Patagonia y llevábamos de acá músicos, expositores políticos. Bueno, hacíamos toda una semana de muestra de la Patagonia desde la parte cultural, digamos. Era impresionante porque la gente llegaba a mirarnos como si fuéramos bichos de otro pozo. No sabían dónde quedaba, si nos íbamos los fines de semana, si comíamos chicle allá... Un centralismo cerebral... No sé qué imaginaban que éramos Patoruzú y la Patora, qué sé yo, era permanente. Bueno, y ahí, para desgracia mía, o no, sino de mis padres que me habían encomendado la tarea de ser Licenciada en Ciencias de la Educación, me encuentro con la Escuela Provincial de Danzas Folclóricas y me zambullí, no me inscribí... de cabeza me metí. Así que hice durante un tiempo, paralelamente, las dos carreras pero me tiró, obviamente, la escuela de danzas. Y cuando me vengo, ya estando en La Plata, empiezo a tener mis primeros acercamientos con mi identidad, pero sin tener conciencia de nada. Una profesora me preguntó si era de Los Toldos porque ella era de allá y sabía que había muchos Baigorrias en la zona, yo le respondí que no, que nada que ver. Después otra persona que me crucé en el ascensor me dijo que yo tenía una vibra muy particular y que no sabía quién era, que vaya a verlo, nunca lo hice.

 

EL ARTE COMO CAMINO COLECTIVO Y DE CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDAD

Miguel Trafipán, músico y vecino de Esquel, era director de un grupo musical en La Plata y armaron un cuarteto vocal: “esa necesidad de tener un poquito de nuestro lugar allá”, recuerda Adriana. Se juntaron con Pablo Ronconi de Comodoro, Miguel y una chica de La Plata a hacer música de la cordillera en peñas y bares.
-¿Cuándo decidiste volverte?

- Yo me acuerdo que cuando tenía 10 u 11 pasaba en colectivo y veía Lago Rosario y yo quería ir ahí y resulta que cuando me volví lo primero que hice fue ir a Supervisión y me llamaron de Lago Rosario. Ahí empiezan a pasar cosas, adentro, afuera, por todos lados, me invade mi identidad, empiezan a ser mi identidad. Igual yo no tomaba conciencia, no era consciente. Al otro día que llego a Lago Rosario, viene el director Miguel Cardillo y me dice, te busca Doña Mercedes, ¿Quién es Doña Mercedes? Para esto, cuando yo llego a Lago Rosario, todos decían, viene una maestra de La Plata. Y yo no conocía a nadie y me dice Doña Mercedes Nahuelpan, es machi, una viejita mapuche que te quiere ver. Y cuando salgo, ella me empieza a hablar en lengua mapuche, yo nada, cero. Pero sí me conmovía, me emocionaba y me generaba una cosa dentro que incluso llegué como a llorar porque sentía algo muy fuerte adentro. Doña Mercedes después me habló en castilla, como decía ella, y me dice que venía a darte la bienvenida, “sabía que ibas a llegar”. Y yo le digo, no, usted está confundida, yo no la conozco. “No”, me dice, “la que está confundida sos vos”.


UN SUEÑO, UNA DANZA, UN REENCUENTRO

Con el tiempo, a Adriana le resonó la charla con Doña Mercedes, tuvo un pewma – sueño- y decidió acercarse a la ruca -casa- para poder aprender y enseñar en la comunidad: “Por fin volviste”, le dijo la doña. Adriana en un principio lo hacía por ser docente y en pos de tratar de mantener la idiosincrasia en la que estaba inserta la escuela. Caminaron mucho, charlaban: “Le faltó cachetearme para que me diera cuenta”, asegura.
- ¿Cuándo caíste?

- Para Wiñoy Tripantu -año nuevo del hemisferio sur- ella llevaba dos botellas de muday, una para nosotras y otra para que le dé a mi papá. Él las recibía y nunca decía nada... yo empecé a aprender a observar a la naturaleza, el movimiento de los animales, comprender lo que me rodeaba a través de las caminatas y charlas. Ahí empecé a dar clases de danzas, primero en Lago Rosario con un grupo al que denominamos Kuyen. Estábamos todo el tiempo en contacto con la comunidad, yo aprendiendo su perspectiva. Después conocí al papá de mi hija y cuando quedé embarazada nos volvimos a la ciudad. A Doña Mercedes la seguí frecuentando hasta que falleció, recién ahí empecé a tomar conciencia y lo charlé con mi hermana que también estaba en el mismo camino de la mano de su compañero, Chele Díaz. Ahí entramos en el autorreconocimiento: somos ranculches. Ahí mi papá nos dice que tenemos raíz mapuche pero que nunca nos lo había dicho porque pensaba que no íbamos a llegar a nada y como teníamos otro apellido, para nosotros era distinto. Eso pensaba él, eso aprendió.... pero la cara no se negocia.
- ¿Y cómo se conecta eso con la danza?

- Mientras yo enseñaba danza folclórica, mi papá creó Ayehuén y cuando me volví empecé a dar clases en el Instituto, más desde lo teórico. Pero me pasó algo como de empezar a sanar porque inconscientemente empecé a trabajar con mis raíces, hacer coreografías que tuvieran que ver con lo originario. Me empecé a vincular con las comunidades para pedir autorización para hacer este tipo de propuestas, las primeras eran aprobadas por los loncos porque muchas eran representaciones o algunas vestimentas que no eran ceremoniales pero sí aludían a ello. Empecé a contar historias de despojo, de estrato, de avasallamiento, de genocidio. Y la primera coreografía que creamos conjuntamente con mi papá fue Amutuy, para los 100 años de la escuela 76 y nunca me había pasado de tener tanta emoción. Hoy con Ayehuen fuimos tomando un rumbo de denuncia social y me reconozco más como profesora de danzas nativas.

- ¿Cómo sería eso?

- Para mi lo nativo y la danza tiene que ver con una cuestión social, yo no puedo separar la danza de la cotidianeidad, de la lucha social, del vínculo que hay permanentemente con decir cosas, denunciar cosas desde el arte. Y el folclore, básicamente, toda su vida, toda su historia es de denuncia, los cielitos, las mediacañas, los gatos, los payadores iban avanzando por territorio y contando lo que sucedía en otros territorios. Los cielitos son una clara denuncia de la situación política del momento en que aparecieron. Entonces, trato de disfrutar al máximo el origen de las danzas folclóricas, que son tres vertientes, pero a mí me pueden más el origen negro y lo originario. Si bien lo español, obviamente, lo valoro como un aporte, me inclino más a poner en valor los dos orígenes de los pueblos sometidos. Hoy hay muchos profesionales jóvenes que siguieron estudiando o que ahora tienen su escuela acá y estudiaron en Ayehuen. Si bien algunos discuten nuestra perspectiva, a mi me duele que sean tan taxativos, es complejo, yo lo veo como que somos distintos, no es la idea competir. El arte es inherente al ser humano, nacemos con el arte en nuestro gen, en nuestro corazón, que después lo va matando la escuela pública, la sociedad nos va matando esa veta artística. Cuando nacemos todos cantamos, todos bailamos, todos dibujamos, todos... somos arte. Por eso creo que hay que dar danzas en las escuelas y no limitarlas a lo folclórico, lo nativo te permite trabajar con los orígenes. Hoy la danza es mi forma de mostrar mi identidad, a través de ella he comprendido que es una forma de lucha mucho más aceptada socialmente. Entonces me permite sanar, sanar y decir… Bueno, hablábamos la otra vez con algunas lamienes que también están en el arte, cómo nos ha permitido esto, ¿no? Ir caminando y diciendo, sin miedo, desde el corazón, desde la apertura de nuestro propio dolor, contar y sin necesariamente estar todo el tiempo volviendo a, digamos, a remarcar el dolor por el que transitamos, ¿no? Si bien uno trae permanentemente a la actualidad la historia de sus ancestros, porque la llevamos todo el tiempo, o sea, yo acá no estoy sola, están todos mis ancestros y ellos me están diciendo lo que tengo que decir, además porque hoy pedí permiso antes de venir. Y esto nos lo permite, el arte nos permite romper el silencio.