Hay personas que no llegan a un lugar por casualidad. Llegan porque algo —una canción, un presentimiento, una energía difícil de explicar— las llama desde lejos. Marcela Puente es una de esas personas. Vecina de El Bolsón, caminante incansable, madre, emprendedora, buscadora espiritual y creadora de Shambala, su historia es la de una mujer que eligió vivir fiel a lo que sentía, aun cuando eso implicara dejarlo todo y empezar de nuevo.
Marcela nació en 1968 en el barrio porteño de Flores, en plena ciudad de Buenos Aires. Pero incluso siendo muy chica, la ciudad nunca fue su lugar. “Nunca me gustaron los ruidos, el cemento, el apuro”, recuerda. Desde la adolescencia sabía, con una certeza difícil de explicar, que su destino estaba lejos de allí. Mientras otras chicas soñaban con carreras o departamentos, ella soñaba con montañas, humo saliendo de las chimeneas y una vida simple.
Ese sueño tuvo banda sonora. Las canciones de María José Cantilo, que hablaban del cerro Piltriquitrón, del pueblo, de la vida en la Patagonia, fueron para Marcela una puerta abierta a otro mundo. “Para mí era magia pura. Yo viajaba escuchándolas. Soñaba con vivir así”, cuenta. Y ese sueño, como tantas veces sucede cuando es verdadero, terminó empujándola a dar el salto.
En 1989, con apenas 20 años, decidió venir por primera vez a la Patagonia. Venía, en realidad, con una promesa de trabajo en Bariloche que nunca se concretó porque la temporada de nieve se atrasó. Pero nada de eso la detuvo. De Bariloche decidió bajar a conocer El Bolsón. Lo hizo a dedo, como se hacía entonces. En el camino, un hombre llamado Carlitos la levantó cerca del río Guillermo. Pararon a tomar mates al costado de la ruta y él le fue contando historias del camino, de la gente, de la vida en la cordillera.
Viajaron por lo que entonces era la Ruta 258, atravesando el cañadón de la Morca, con un camión que transportaba miles de litros de nafta y un acoplado enorme serpenteando en cada curva. “Era una odisea. En las curvas yo pensaba ‘acá no llegamos’. Pero siempre me gustó la aventura, el vértigo”, dice hoy, con una sonrisa. Años después, otra persona de nombre Carlitos sería el padre de sus hijos. La vida ya estaba tejiendo hilos invisibles.
Cuando llegó a El Bolsón, algo se acomodó dentro suyo. Caminando por la Plaza Pagano, miró el hospital y pensó, sin dudar: “Acá van a nacer mis hijos”. No era un deseo, era una certeza. “Siempre digo que El Bolsón te ama o te eyecta. No es que te vas, te eyecta si la energía no te acepta. Y a mí me abrió todas las puertas”, recuerda.
En 1992 volvió definitivamente y se encontró con quienes eran entonces los dueños de Verde Menta, un histórico comercio naturista de la localidad. Se hicieron amigos, casi familia. Compartieron una experiencia muy propia del Bolsón de aquellos años: vida comunitaria, huerta, crianza compartida. Vivían en Cerro Amigo, sin luz, sin gas, con agua de vertiente que en invierno se congelaba en las mangueras. La heladera era la ventana con mosquitero. “Esa vida era exactamente la que yo había soñado siempre”, dice.
Antes de convertirse en madre, Marcela vivió intensamente. Viajó durante años por Sudamérica: Brasil, Paraguay, Uruguay, Chile, el norte argentino. Vivió del trueque, dio clases sobre el calendario maya y aprendió de cada cultura que la recibió. Incluso pasó un año entero viviendo en la India, una experiencia que terminó de cambiarle la mirada y las prioridades.
“Después de tanto moverme, de poner semillas y no quedarme a verlas crecer, empecé a repetirme una frase: tengo ganas de plantar una semilla y ver crecer la planta”, recuerda. Volvió a la Argentina el 12 de marzo de 1997 y eligió El Bolsón para quedarse. Ayudaba en Verde Menta, cuidaba casas, hacía lo que hubiera que hacer.
Un año después, el 12 de marzo de 1998, le escribió una carta a quien había sido su maestro espiritual en la India. Le pidió algo simple y enorme a la vez: “Hacé que me pase algo que me cambie la vida”. Ese mismo día conoció al hombre que sería el padre de sus hijos. “Fue inmediato. Nos conocimos y empezamos nuestra historia de amor. Cosa de creer o reventar”, dice. Al año quedó embarazada de Cielito. Dos años después nacería Santiago. Sus hijos, hoy lo dice sin dudar, son su vida.
Ser madre también fue una elección consciente. Los tuvo “grande”, como ella dice, a los 31 y 33 años, después de haber vivido, viajado y buscado. “Antes hice todo lo que quería hacer. Y cuando llegaron ellos, todo tomó otro sentido”, cuenta. Criarlos no fue fácil: se separó cuando eran chicos, trabajó jornadas de 14 o 15 horas, construyó su casa y sostuvo la vida con esfuerzo y amor. “Soy una trabajadora. Nunca le tuve miedo al sacrificio”, afirma.
En lo laboral, su camino fue tan diverso como coherente. Trabajó en Kibalyon, en Verde Menta en distintas etapas, y durante nueve años en la cooperativa. Allí empezó a gestarse otro sueño. Junto a un compañero pensaron una tienda online para vender productos de la Patagonia. El proyecto cambió, el compañero se bajó, pero la idea quedó latiendo. “Un día me pregunté: ¿por qué online y no un espacio físico propio?”, recuerda.
Fue una decisión valiente. Ordenó su vida, habló con sus hijos, dejó las tarjetas en cero y se animó a pedir un préstamo UVA. El monto era pequeño, unos 150 mil pesos de entonces, pero el riesgo era grande. Así nació Shambala, hace siete años. “Yo ya lo soñaba, soñaba los proveedores, el lugar, todo. Siempre digo que Shambala tiene vida propia, que me fue mostrando qué hacer y cómo hacerlo”, explica.
El nombre no es casual. Shambala es una ciudad mítica, mencionada en un libro de un maestro tibetano que le recomendó un amigo cuando ella tenía poco más de 20 años. Una ciudad etérica, asociada a la espiritualidad y al despertar interior. “Yo siempre soñé con ese lugar”, dice. Hoy, Shambala es su espacio, su fuente de trabajo y, sobre todo, su misión.
Porque para Marcela, Shambala no es solo un comercio. Es un lugar de encuentro. Música, aromas, colores, atención amorosa. “Intentamos que la gente entre y conecte con algo adentro suyo. Que vibre en amor”, explica. Las historias que se viven allí son infinitas: personas que entran y se largan a llorar, clientes que se convierten en amigos, mudanzas en las que aparece un verdadero ejército de manos solidarias para ayudar.
Esa idea del “puente” atraviesa toda su vida. No es casual. Marcela se crió con su abuela. Su mamá fue madre muy joven y su vínculo con su padre fue distante durante años. Poco antes de fallecer, en 2013, su papá vino a visitarla a El Bolsón. Un día, comiendo juntos, él le dijo que sentía que nunca había podido darle nada. Marcela lo miró y le respondió: “Vos me diste lo más importante: mi misión de vida. Me diste mi apellido, Puente. Y yo siento que a través de Shambala puedo ser eso: un puente para que otros conecten con su camino”.
Hoy, a los 57 años, Marcela siente que El Bolsón es su casa, su gente, su familia. No sueña con irse, aunque sí con pasar los inviernos en lugares más cálidos y volver siempre a la primavera cordillerana. Cuando se le pregunta por sueños pendientes, no duda: “Ninguno. Soy una agradecida de la vida”.
Pagó el crédito de Shambala en dos años y medio y, cuando lo canceló, renunció a la cooperativa para dedicarse de lleno a sus sueños. Viajó, fue madre, trabajó, amó, construyó. “Siento que hice todo”, dice. Y lo dice sin resignación, sino con plenitud.
Quizás por eso su historia emociona. Porque no habla de éxitos grandilocuentes, sino de coherencia. De escuchar la voz interior y animarse a seguirla. De entender que la felicidad no siempre está en llegar, sino en caminar. Y de convertirse, sin proponérselo, en un puente para otros.
Así es Marcela Puente. Y así late, también, una parte profunda de El Bolsón.