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15 de Noviembre de 2025

El hombre que escucha la tierra: la historia de Maximiliano Igor y el don que despertó en la infancia

Constructor de toda la vida y autodidacta de la radiestesia, Maximiliano Igor recorre la Comarca buscando agua donde nadie más la ve.

Sabado, 15 de noviembre de 2025 a las 07:33

En este ciclo de entrevistas de Info Cordillera, donde buscamos desandar la identidad de nuestra gente —esa trama invisible que hilvana la Comarca Andina— aparecen historias que sorprenden aun en un pueblo donde todos pareciera que nos conocemos. Esta vez nos detenemos en la vida de Maximiliano Igor, un vecino ligado desde siempre a la construcción, pero portador de un don silencioso que estuvo desde la infancia y que hoy lo conecta con la tierra de una manera tan misteriosa como precisa: la capacidad de detectar agua subterránea con varillas, sin formación previa, sin teoría, sin explicación científica clara.

Un rasgo que él mismo descubrió cuando era apenas un niño que jugaba con alambres en un rincón del campo.

 

Infancia de fronteras: entre Chile y El Bolsón

Maximiliano cuenta su historia con una calma que parece venir de otro tiempo. Su vida comenzó en Chile, en Sanada Grande, “en el campo”, como subraya. “Yo nací realmente en Chile, en Sanada Grande, en el campo”, recuerda. “Después me trajeron de tres años, cuatro, acá a Bolsón”. Su fecha de nacimiento —1975— marca una vida que prácticamente se desarrolló entera del lado argentino de la cordillera.

Creció en El Bolsón e hizo su escolaridad primaria en la escuela hogar, donde pasó ocho años internado. Luego, la adolescencia lo llevó a Viedma, al secundario industrial. Pero allí la realidad económica fue más fuerte que cualquier plan: “No terminé, falta de plata. Dos años nomás tuve, tuve que abandonar y empecé a trabajar en las obras, de muy chiquito”.

La vida laboral, dura y concreta, empezó temprano. A los 14 o 15 años, ya estaba entre ladrillos, mezcla, palas y niveles. El que le abrió la puerta al oficio fue don Lito Araúna, uno de los primeros albañiles del Bolsón, un nombre que muchos vecinos aún recuerdan con respeto. “Un viejito albañil… con él trabajé cuando tenía 15 años”, dice Maximiliano, como si volviera a ver esas primeras jornadas de obra.

Desde entonces levantó casas en todo el valle, en Bariloche, en Rawson, en Buenos Aires, y por supuesto en El Bolsón. Nunca contó cuántas. No necesita el número: su oficio está esparcido en paredes, techos y historias ajenas.

 

El don que empezó jugando

Pero lo que realmente distingue a Maximiliano —y lo que genera asombro, duda y admiración a partes iguales— ocurrió mucho antes de su vida de albañil. Ocurrió cuando tenía apenas 5 años.

“Descubrí esto jugando. No tenía ni juguetes, jugaba con alambre”, dice. Y en esa simpleza absoluta, algo empezó a moverse. “Los alambres se me movían solos en la mano. Le decía a mi vieja y me retaba porque no me creía”.

Nadie le enseñó. Nunca había escuchado la palabra “radiestesia”, ni “rabdomancia”, ni nada parecido. Durante décadas, trabajó sin darle demasiada importancia a aquel fenómeno extraño de su niñez. Recién hace dos años, casi por casualidad, descubrió que lo que hacía tenía un nombre. Que existía toda una tradición, incluso estudios, alrededor de personas capaces de detectar agua bajo tierra mediante varillas o péndulos.

Pero su método no surgió de ningún manual: surgió de sus manos.

 

La precisión que desconcierta

Desde hace un año, Maximiliano comenzó a dedicarse de manera más sistemática a la búsqueda de agua y a las perforaciones a pulso, como se hacían antes, sin maquinaria, solo con fuerza humana. Dice que nunca se equivocó. “Por ahora no. Me da exacto”, asegura, sin grandilocuencia, como quien enumera un dato cotidiano.

Afirma detectar el curso subterráneo, la profundidad exacta, y que su margen de error es mínimo: “40 centímetros, 30”. Incluso realiza él mismo las perforaciones, de 8, 9 o 10 metros. En algunos casos, mucho más profundas, como en Golondrina o en la Loma del Medio, donde encontró agua a 14 y 16 metros.

La reacción de la gente es siempre la misma, cuenta: incredulidad antes, sorpresa después. “Duda la gente todavía. Piensan que les estoy mintiendo”. Y sin embargo, cuando el agua aparece, la duda se transforma en una mezcla de alivio, alegría y desconcierto.

Maximiliano lo siente como una responsabilidad grande. “Yo no quiero lucrar con la gente. Todos necesitan agua. He ido a corregir pozos donde hicieron perforación y no encontraron nada”.

 

Una técnica que evoluciona sin perder origen

Hoy usa varillas de bronce, sistemas con rulemanes y tubos diseñados para que sea imposible manipularlas con la mano. Todo por la necesidad de ser claro y transparente con quienes lo convocan. “Hice otras más creíbles, porque la gente duda”, explica mientras describe los dispositivos que creó: dos varillas con rulemanes arriba y abajo, que giran sin que él pueda influir en su movimiento.

Aun así, la explicación del fenómeno sigue sin tener un consenso científico. Él tiene la suya: “Para mí es todo energía. La Tierra emana energía día y noche. Y yo creo que es un don de Dios”.

Maximiliano es creyente, y aunque hace tiempo no asiste a una iglesia, lo expresa con claridad: “Estoy seguro que me lo dio para hacer el bien”.

 

El don y la herencia

Tiene tres hijas. Ningún varón. Y no descarta que ese don pueda transmitirse. “Creo que está en los genes. Puede que una de mis hijas lo tenga. Siempre uno transmite eso a un hijo o a una hija”.

Más adelante se imagina dedicándose solo a esto, cuando el cuerpo ya no le permita cargar bolsas de cemento ni pasar días enteros en una obra. “Así sea cuando ande con un bastoncito”, dice entre risas.

 

El valor del agua en tiempos difíciles

Mientras el agua se vuelve cada año más escasa y las napas se hunden más y más, su habilidad aparece como un recurso inesperado. Casi como un puente entre lo ancestral y lo urgente. “Hay pozos que siempre tuvieron agua y se están secando. Las napas están más abajo cada año. La situación está peor”, observa.

Esa realidad lo moviliza. Siente que su tarea es ayudar. Que el sentido de su don es ése.

“Para mí es algo muy lindo. Cuando veo salir el agua, es algo especial”, confiesa. Una alegría que comparte con quienes lo contratan. Y más aún cuando esa agua es potable: “Yo tomo el agua ahí mismo. Hoy tomé tres, cuatro vasos. Súper limpita, rica”.

 

Creer o reventar

La frase aparece siempre, dice. Es casi un ritual. “Cuando ven que saco el agua, me dicen ‘creer o reventar’”. Y él se ríe, porque ya sabe que ese momento llega: el de la sorpresa, el de la incredulidad que se derrumba frente al agua que brota.

Esa escena se repite una y otra vez. Y cada vez lo emociona.

 

Un oficio, un don y una historia que sigue

Maximiliano cierra la charla con la misma humildad con la que la empezó. No se autopromociona. No exagera. Solo cuenta lo que vive. Y lo que hace, dice, lo hace para ayudar. “El que necesite mi servicio, estoy a disposición”.

En la Comarca Andina —tierra de historias profundas, de silencios que hablan y de raíces que nos unen— aparece la figura de un hombre que escucha la tierra. Un constructor que, sin buscarlo, encontró un vínculo misterioso con el agua. Un vecino que lleva en sus manos, desde la infancia, un lenguaje que nadie le enseñó.