En este ciclo de entrevistas de Info Cordillera, en esta ocasión compartimos la historia Pía, en palabras no surgidas en base al dialogo mano a mano con el entrevistados debido a su corta edad, sino a través de todo lo que puede contarnos su papá y mucha gente más que la quiere desde el minuto uno.
Cuando nació, el mundo estaba detenido. Corría marzo de 2020, y la pandemia de COVID-19 obligaba a encerrar a millones de personas. Pero Pía no pudo esperar. Llegó antes de tiempo, prematura, en medio de la incertidumbre sanitaria, en un hospital en El Bolsón. Su llegada trajo alegría, pero también una tristeza imposible de describir: su mamá falleció en el parto.
Desde ese instante, la vida de Pía estuvo marcada por el contraste entre la fragilidad y la fuerza. Entre lo que se pierde y lo que se lucha. Su papá, Carlos Tebes, quedó a cargo de esa beba diminuta que apenas respiraba y que, sin saberlo, tendría que atravesar más batallas de las que cualquier persona enfrenta en toda una vida.
Los primeros meses fueron de cuidados extremos. Por su condición de prematura y la vulnerabilidad de su sistema inmunológico, cada tos, cada fiebre, era motivo de alerta. Pero Pía resistía. Y crecía. Lenta, pero decididamente.
Fue cuando aún no cumplía dos años que el destino volvió a ponerla a prueba. Su hígado no funcionaba como debía, y la única opción era un trasplante. Carlos no dudó. Se sometió a los estudios, pasó por la cirugía y donó parte de su propio órgano para darle una nueva oportunidad de vida a su hija. “Era lo único que podía hacer por ella”, recuerda hoy.
El posoperatorio fue duro. Hubo internaciones prolongadas, viajes constantes a Buenos Aires, miedos que asfixiaban. Pero también había señales de esperanza: Pía se recuperaba. Jugaba. Reía. Se aferraba a la vida con una fuerza que desconcertaba incluso a los médicos.
Sin embargo, aún quedaba otro golpe por venir. A poco de haber superado el trasplante, un diagnóstico inesperado: linfoma. Cáncer. Nuevamente el hospital, las quimioterapias, las inyecciones, la caída del cabello, la fragilidad del cuerpo. Pero también la entereza del alma. Carlos, incansable, la acompañó en cada paso. La sostuvo, la abrazó, le explicó con palabras sencillas un mundo que ni los adultos alcanzamos a entender del todo.
Y Pía volvió a sorprender. Superó el cáncer. Se levantó. Empezó a caminar de nuevo. A correr. A hablar sin parar. A preguntar, a razonar, a jugar. Como si todo lo vivido hubiese dejado una sabiduría precoz en ella. Una chispa especial.
Este 7 de mayo, Pía cumplió cinco años. Y por primera vez, no lo pasó en una cama de hospital. Festejó dos veces: primero con sus compañeritos del jardín, con una torta decorada con su personaje favorito —una capibara, que no quiere que le llamen “carpincho”— y luego en una fiesta organizada por su tía y otras mujeres que, sin ser de sangre, son tías de corazón.
“Ella pidió tener su cumpleaños con otros nenes”, cuenta Carlos. Porque ahora, Pía no solo puede pedir. Puede elegir, expresar, disfrutar. Y lo hace a su manera: con rulos despeinados, mejillas redondas y una sonrisa que contagia.
Su alimentación es casi normal —“le encanta todo lo que tenga papas”—, pero aún debe seguir una medicación estricta: cirolimus para evitar el rechazo del hígado, omeprazol como protector gástrico, y corticoides. No se queja. Nunca lo hizo. Aprendió desde bebé a que cada mañana implica una dosis, como parte de la rutina de estar viva.
Carlos, que hoy puede trabajar en construcción gracias a que la situación de salud se ha estabilizado, agradece los cambios en el hospital de El Bolsón, donde ahora encuentra respuestas rápidas, medicación disponible y turnos sin demoras. También valora el hecho de que ya no deben viajar cada mes a Buenos Aires, sino cada cinco. Eso, en su mundo, es un alivio enorme.
Pía aún no entiende completamente qué pasó con su mamá. Pero la tiene presente. Sabe que está en el cielo. Cada vez que ve una flor, quiere guardarla para ella. No hay lágrimas, pero hay memoria. Y hay amor.
“Me gustaría que la mamá pudiera verla ahora”, dice Carlos, con la voz quebrada. Porque cada cumpleaños es, también, un aniversario de la pérdida. Pero también es, sobre todo, una celebración del milagro.
Y si algo nos enseñó Pía, desde ese primer día en plena pandemia hasta hoy, es que los milagros existen. Se visten de niña pequeña. Hablan sin parar. Corren, saltan, piden papas. Y soplan velitas con una fuerza que le gana, una vez más, a todo.